lunes, 16 de marzo de 2009

LA MAQUINA DEL TIEMPO


Con Jairo jugábamos en el canal que llevaba hacia mi casa, que en el campo, era un callejón extenso que cruzaba un gran galpón, donde más pequeño me dedicaba a buscar animales, y corríamos por la lluvia sin importar si nos resfriáramos. Nuestras madres que se protegían con el paraguas reían y disfrutaban, casi de la misma forma con nosotros.  

…aquella casa donde pasé los años más importantes de mi inspección por el  mundo, descubriendo nuevos senderos en aquel fundo donde trabajaba mi padre como un peón…

 

Jairo venía de la ciudad a vernos, y le enseñaba una nave espacial que tenía a la entrada de mi casa. Claro, era un tronco viejo de roble caído, que en las tardes se transformaba y me llevaba por los lugares del universo, que los libros de mi madre solamente me colocaban en conocimiento a esa edad de los cuatro años. Cuando recuerdo ese tiempo me maravillo de tantas cosas observadas. Es que estaba en medio de la vida misma. Una vida que era creada por las manos de mi padre. Y nos servía para sobrevivir, y subsistir de la manera más feudal posible. Eso sí mi padre no daba como trueque a su señora, claro estaba.

Jairo fue a visitarnos muy seguido y su madre, que encontraba muy preciosa, le hacía compañía a mi madre, mientras mi padre recorría el campo. Victoria era su nombre, y era la novia de mi tío Daniel. En ese entonces, mi tío sólo era un joven de veinticinco años, ella en cambio ya tenía un hijo y se le notaba en su rostro que había recorrido un buen camino. Uno de esos rostros que con sólo enfrentar a sus ojos te entrega un montón de información, que quieres descubrir.

Mientras el cachondeo de Victoria y mi tío se tejían en casa, Yo con Jairo colocábamos trampas para pájaros, y no sabíamos que hacer con sus cuerpos. Existía igual un poco de distorsión en nuestras mentes. Hereditaria, tal vez.

Y así pasaron muchos años de niñez: muchas rodillas peladas, caídas desde árboles, retos de mamá, caballos de madera, columpios de los que saltabas, miedos perdidos, senderos en el fundo, ciruelas, pescando en el río, y tierra… mucha tierra.

Que nos fuimos limpiando con el tiempo, donde empezamos a ser más “limpios”, a comportarnos, según como nos condicionaran. A hacer vida social con gente que nunca en tu corta vida, habías visto. Donde los árboles, fueron cambiados por postes de luz. Donde la tierra, se convertía en asfalto. Donde a lo que todos llamamos, evolución. Ya no existía más aquel canal donde te mojabas completo y daba lo mismo enfermarse, ahora no sólo, no te puedes mojar bajo la lluvia, sino; que te quedas en casa encerrado viendo televisión y tomando medicamentos para evitar los resfríos.

Entonces ahora ya en otra faceta de mi vida, me pregunto ¿qué es?, ¿lo realmente que me enfermó? Daría lo que fuera por volver a ese campo y jugar sin fin alguno. Pero volver a atrás no cambiaría nada. Con Jairo, no podríamos volver a jugar, si le pidiera en este momento, que nos subiéramos a la máquina del tiempo que he construido.

Ayer fue cuando lo divisé, y el tiempo se había encargado de mostrarle físicamente que la decisión que había tomado no fue la más correcta.

Después que nos dejamos de ver, cuando lo del campo ya se había acabado una vez que mis padres emigraron a la ciudad, me enteré de que su madre fue una prostituta, se había enamorado de mi tío, pero el cáncer producto del cigarrillo consumió su vida. Y el amor que la había enceguecido con Daniel.

Jairo lamentó demasiado la perdida de su madre y los vicios hicieron de él, un nuevo hombre, la sonrisa gigante que mostraba cuando pequeño, ahora era sumisa ante mi saludo. Pensé que no me reconocería,  pero observó desde lejos que venía y dijo mi nombre. Fue un saludo fraterno, y en un momento él subió a mi máquina del tiempo, y nos fuimos a aquellos senderos donde colocábamos trampas para pájaros. Y la sonrisa brotaba, y se plasmaba en nuestros rostros. Jairo rió, y me preguntó que: cuántos "pitos" quería. Levanté mi mano y señalé con mis dedos el número tres. Mientras con la otra le pasaba el dinero.

 

  

jueves, 5 de marzo de 2009

AMALIA Y ANTONIO















En un café se encontraron, en medio de la multitud, como si lo hubiesen predecido. El aire, las nubes e incluso el sol estaban perfectos en sus grados precisos, para iluminar los rostros de estos amantes.
Tomaron asiento Amalia y Antonio; ella con semblante perfecta y él un caballero por donde le vieras, para emprender un viaje que los transportara más allá de sus miradas. Que el universo girara rápidamente, y sin titubear elegir un destino, como en una ruleta rusa. Cuando el arma gira, gira, gira y decididamente cierras la caja portadora de muerte instantánea. De esa forma, elegir su suerte ambos amantes… locos de furor.
El mesero les ofreció refrescarse, para bajar la intensidad de las llamas que emitían en aquel lugar. Aceptaron. Y tímidamente como si no se conociesen, como si fuera la primera vez que se veían, se saludaban. Así eran sus encuentros diarios, apasionados, furtivos, temerosos. No existía un vicio constante de las ideas, nunca existió un vacío siempre pensaban en que si la vida deparaba lo peor, que así fuese. Ya estaban conformes sus almas de haber encontrado aquel complemento eterno. Una llama que no extingue su fulgor.
En aquel café reían y propagaban hacia todos los asistentes partículas electrónicas que inyectaban feromonas como un remedio para el cuerpo.
Amalia lo observaba con intimidantes ojos, con su boca suave y perfecta. Y aquel perfume entre tabaco y vainilla que emitía esta musa de poemas, se introducía lentamente por las vías nasales, impregnándose en la mente de Antonio por siempre.
Él dócilmente la sujetó de hombros y con un gesto casi paternal, pero obsceno. Hizo que sus labios se humedecieran de aquella boca pintada femeninamente.
Escaparon de aquel café y entre las calles un candombe los acompañaba. Sus lenguas se convirtieron en una y las caricias en aquellos pasajes del puerto alucian un notorio aceleramiento de sus pulsaciones. Al igual como se les erizaban los vellos, Antonio lentamente tocaba su cuerpo completamente sin pudor alguno. Ya estaba atardeciendo, y aquellas calles que en un momento se iluminaron con su presencia; se apagaban a medida que éstos se alejaban.
Antonio la acorraló en un pasillo bajó su mano lentamente por sus espigadas piernas, podía percibir la delicadeza de aquel cuerpo sensual y un calor que recorría a Amalia por su cintura. Cayeron en un transe, y se olvidaron del mundo al encontrarse en una encrucijada de pasión y erotismo. Sus cuerpos se fusionaban al ritmo del tango y el candombe ya que ahora se notaba en sus movimientos placenteros. Un perfecto balance, y unas manos que se volvían locas cuando recorrían cada espacio de la fisonomía. Descubriendo, dejarse ser dirigidos y que el chacras alimentara los pensamientos indecentes, que en ese instante amenazaban con estallar al mundo.
Sus voces, gemidos y palabras complacientes de un notorio suceso corporal ardiente. Los llevaron a recorrer la costanera, ahora eso sí; bajo la penumbra y la brisa marina que sirvió para llevarlos lentamente por los aires, tal cual como a las hojas que en otoño alicaen naturalmente y que en su último vivir se dejan llevar por el señor viento a un destino incierto.
Amalia y Antonio después de las doce de la noche se separan en aquel mismo lugar con un beso, y una caricia. Sin miedo alguno. Por que tener miedo Antonio –insegura. -¿Y quién tiene miedo?- seguro con su tono.
Se despiden bailando suavemente, antes de que sus vistas se pierdan en un algún punto del espacio.

…Aquel perfume todavía permanece en la costanera y en mi café el tabaco se fusiona, Amalia pronto llegará.